Ficciones

Palmeras

No sé por qué he terminado viviendo en una ciudad sin palmeras.

Su menuda figura se acercó al tronco y alzó la vista para mirar las pesadas hojas. Como si fuera la primera vez que viera una, acercó su mano y tocó el tronco.  Sí alguien sólo reparara en su cara, diría que estaba tocando terciopelo.

– ¡Venga ya! Ni que no las vieras allí.

– No, no las veo.  Ni una. Sólo especies parecidas, en macetas, presas dentro de centros comerciales.

– ¿Para tanto es?

– Para tanto es. Siempre he sido feliz en los lugares donde hay palmeras.

Echaron a caminar por la orilla del río, refugiándose  del agobiante calor en los cortos alivios que proporcionaban las sombras estrelladas.

No pensé que se pudiera echar de menos un árbol.

Se puede. Es curioso, porque teniendo palmeras alrededor, he echado de menos los árboles de hoja caduca.

Lo recordaba. Recordaba aquel octubre en que la recogí del aeropuerto y se quedó absorta mirando los ocres y rojos del Retiro. Sus ojos venían con hambre de aquellos colores.

– No se puede tener todo.

Pero yo lo quiero todo.  Quiero veranos donde las palmeras me recuerden que el mar está cerca. Quiero los otoños rojos de pisadas crujientes que dan los hayedos, recordándome lo importante de los cambios de ciclo. Quiero las tempranas primaveras que me han dado los cerezos y los almendros. Y no quiero inviernos desnudos: quiero volver a tener inviernos verdes de pinos y ullastres. ¿Tan difícil es?

Sabía que ninguna contestación le valdría, pero aún así…

– Hay árboles que deben guardar distancia entre sí para vivir.

 Entrecerró los ojos, entendiendo.

– ¿Sabes? No sé qué fui en otra vida, pero desde luego, no fui árbol. No puedo vivir una vida entera formando parte del mismo paisaje.

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