Ficciones

Relato: «Un nuevo verano». Capítulo 2: El pacto

¿Te perdiste la primera parte de la historia? Puedes leerla aquí. 

 

 

Puede parecer un sinsentido que una mujer madura, madre, recién separada de casi 40 años se ensimisme a menudo recordando lo vivido en su adolescencia… Un sinsentido si no comprendes que para mí fueron, sin lugar a dudas, los años más maravillosos de mi vida. Viéndolo en retrospectiva lo puedo afirmar categóricamente.


Recuerdo especialmente la libertad que sentía desprenderme durante dos meses de mi áspero uniforme del colegio de monjas, ¡cómo lo odiaba! Y aunque mis padres se empeñaran en que vistiera como una princesa, con vestiditos rosas y merceditas, les fui ganando batallas. Bajaba a la playa con mi rubia melena alborotada al viento y aquellas camisetas chillonas que tanto se llevaban en los 80. Fue mi amiga Carmen quien me prestó las primeras: cuando llegué así a casa casi ponen el grito en el cielo.


Carmen y yo hicimos desde el principio buenas migas: veraneaba en la misma urbanización que yo, y el primer día que me vio bajar a la piscina con mis padres, se acercó y me invitó a ir a por un helado. Aunque mis padres nunca vieron con buenos ojos a aquella muchacha tan vivaracha, pronto comprendieron que tenía un corazón enorme y que nos habíamos hecho inseparables. Todo el tiempo era poco para estar juntas: a duras penas conseguían que nos mantuviéramos en casa a la hora de la siesta. Para mí era toda una novedad tener la libertad de andar sola por la calle: en Madrid no daba un paso sin que mis padres o el chófer fueran a mi lado como una sombra. Pero Carmen era una todoterreno: gracias a su magnetismo conocí al resto de chicos y chicas de la urbanización, incluso a muchachos que vivían en Torre del Mar todo el año. Pocas veces estábamos solas: su gracia natural y mi entusiasmo por aprovechar al máximo los días eran un tándem perfecto al que los muchachos se acercaban como polillas a la luz.


Al principio me resultaba doloroso ser la pija de Madrid para la panda, la diferente, la niña que no consentía que los churretes le llenaran la cara y se esmeraba por recogerse su melena leonada en una adecuada cola de caballo. Hasta que aprendí a esconder mis refinados modales para ser parte de aquel escenario. La única que nunca me miró como a un bicho raro fue Carmen. Era doloroso separarse de ella cuando llegaba Septiembre: tenía que recomponerme para recuperar a aquella niña bien de la capital que había dejado atrás en Junio, mientras lidiaba con la pena de saber que no vería a mi mejor amiga en mucho tiempo. Las cartas que nos intercambiábamos eran una bocanada de aire fresco, en las que se combinaban los recuerdos del verano anterior con los planes para el siguiente. Y por supuesto, auténticas odas a Javi… Cuánto me cuesta pensar en el Javi de aquellos años sin que se mezcle con todo lo vivido después.


A Javi le conocimos cuando nosotras teníamos 14 años y él 18. Formaba parte de un grupo de muchachos del pueblo, que trabajaban en los negocios que nuestros padres alimentaban durante su veraneo. Andaba siempre en moto y parecía indiferente a cualquier cosa. Aunque la diferencia de edad era mucha, el pueblo era pequeño, y no eran pocas las ocasiones en las que su grupo y el nuestro acababan juntos en el mismo banco del paseo marítimo. Carmen y yo nos dejábamos hacer cuando los chicos nos regalaban sus atenciones, pero Javi, con su melena rubia y su aire ausente, nos robó el corazón en cuanto lo vimos. Era imposible no explotar en nerviosas risas cómplices cuando nos le cruzábamos por el pueblo y él nos dedicaba un leve saludo con la cabeza. Cada palabra que nos dirigía era analizada pormenorizadamente en nuestras conversaciones de los días posteriores. Llegamos a hacerle fotos a escondidas con una máquina desechable que Carmen robó a sus hermanas: era un amor platónico y tan compartido, que se convirtió en el hilo conductor de nuestra amistad. Debí haberme dado cuenta entonces.


A medida que pasaban los veranos, nosotras éramos menos niñas y Javi más hombre. Nuestra manera de relacionarnos con sus amigos iba desprendiéndose de inocencia para cargarse de intenciones: hiciéramos lo que hiciéramos, siempre teníamos un ojo puesto en su reacción. Cuando me di cuenta que nos hablaba diferente, casi como a iguales, inicié una secreta competición por captar su atención sin contárselo a mi amiga. Bajar a la calle la primera, quedarme la última, buscar temas de conversación en común con él o insistir en ponerme aquellas camisetas que dejaban ver mi ombligo sólo porque un día él apreció lo bien que me quedaban. Algo estaba cambiando, y Carmen debió notarlo: uno de esos días de final de verano en los que el fuerte viento vaticina tormenta en cualquier momento, ella insistió en ir solas a dar un paseo por la playa… se puso muy seria y me pidió mirándome a los ojos que si alguna de las dos pudiera conseguir a Javi, lo rechazaría para no hacer daño a la otra. Era un pacto injusto y yo lo sabía: Carmen se estaba quedando a la zaga. Pero la firmeza de sus ojos castaños me impidió poner objeciones: asentí, tragando saliva, y le prometí que nuestra amistad estaría por encima de todo.


¿Quieres conocer el relato de la otra protagonista de esta historia, Carmen?

Puedes leerlo aquí.

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