Ficciones

Relato: «Un nuevo verano». Capítulo 3: La realidad

Cuando los mellizos hablan de “los yayos”, se refieren inequívocamente a los padres de Javi. No conocen otros. Haciendo de tripas corazón, un día tuve la valentía de contarles que su mami también tiene mami, y papi, pero que viven muy lejos y no pueden venir a visitarles. Que saben cómo se llaman y lo buenos que son y les quieren mucho. Para ellos no supuso una gran diferencia, pero yo sentí un inmenso vértigo mientras se lo contaba. Porque lo que no se pone en palabras, no existe, y hacía muchos años que no nombraba a mis padres.

 

Con la mayoría de edad la Tamara que era en Torre del Mar se negó a abandonarme y me acompañó a Madrid. Iba a ser el año de mi ingreso en una Universidad católica de la capital, y tras compartir pupitre con las mismas compañeras y recibir clase de las mismas monjas desde los 5 años, me imaginaba aquello como mi oportunidad de reinventarme, de ser más libre y más yo. Cuánta ingenuidad: en aquella universidad reinaba el mismo ambiente opresivo que en el colegio del que provenía, y para más inri mis padres doblaron su exigencia hacia mí, alegando que ya no era una niña y debía comportarme como correspondía a nuestra clase social.

 

Me rebelé, pataleé y me ofusqué tantas veces como me dieron ocasión. Me negué a vestir como pretendían, a acudir a los actos a los que la familia estaba invitada, y como una extensión a todo aquello, me negué primero a atender en los estudios, luego a aprobar y por último a asistir a clase. Mis padres no comprendían el porqué de mi comportamiento hasta que tuve que gritarles que me había enamorado y nada me importaba más que aquello.

 

Recibir las cartas de Javi y hablar con él por teléfono fueron las únicas satisfacciones de aquel invierno. Las promesas que me llegaban desde la orilla del Mediterráneo, y los planes de vida en los que me incluía hacían que viera claro cuál era mi lugar en el mundo. Fueron tres las veces que desaparecí de casa para montarme en un autobús rumbo a casa de mi novio. No hicieron falta más para la rígida moral de mi familia: recibí una llamada en el negocio de Javi, donde mi padre me informó que yo ya no era bienvenida en su casa y que a partir de entonces, yo no existía para ellos.

 

Las consecuencias fueron terribles, pero las afronté con la insensatez propia de la juventud, y con la ilusión de quien ve cómo se despejan los obstáculos de su camino para conseguir sus objetivos. Durante los primeros años, el recuerdo de mis padres sólo estaba impregnado de rabia… ahora reconozco que predomina es una pena profunda, el dolor de dos ausencias que no son las únicas que acumulo.

 

Dicen que se necesita una tribu entera para criar a un niño: yo me he dado cuenta que una mujer necesita una madre para ser madre. Con Javi inmerso en la renovación del hostal familiar, y en sus otros múltiples intereses entre los que no incluía a su familia, me vi tan necesitada de apoyo que intenté volver a ponerme en contacto con mis padres. Tras colgarme dos veces, y permitirme explicar que eran abuelos de dos preciosos querubines rubios en la tercera llamada, sólo obtuve por respuesta un silencio y una sentencia: “yo no tengo hija”.

 

Así las cosas, me vi inmersa en la única tarea de cuidar de los pequeños. Me resultaba  curioso que en nuestra casa nos habíamos multiplicado (ya éramos cuatro en vez de dos) pero yo me sentía más sola que nunca. Javi apenas se implicó, y yo cargaba con el peso de la crianza. Las madres de los compañeros de los mellis tampoco supusieron un apoyo: poco tenían que ver conmigo, las conversaciones no pasaban de lo trivial, y pronto supe por qué: tantos años en aquel pueblo y aún me seguían llamando “la marquesa” a mis espaldas.

 

Recuerdo el día que decidí divorciarme. Fue tras una noche de vómitos, lloros y fiebre con la que había lidiado yo sola, para variar: Javi continuaba en el trabajo, o quizá se había quedado en el bar tras el partido de fútbol, poco me importaba. Comprendí que me dolía más estar continuamente esperando la presencia y el apoyo de un marido, que no tenerlo. Eran las cuatro de la mañana cuando llegó. Muy serena, le comuniqué mi decisión y le dije que me iba a dormir al hostal, que aprovechara para recoger sus cosas porque al día siguiente se iría de casa para no volver. Cerré la puerta tras de mí y suspiré aliviada: estaba convencida de haber dado el paso correcto.

 

He terminado de preparar la comida para mañana, tendido la lavadora y recogido los juguetes esparcidos por la alfombra del salón. Me duelen hasta las pestañas después de seis horas fregando portales y toda la tarde lidiando con los terremotos de mis hijos. Es el momento de encender el portátil para buscar entretenimiento. Pero, un momento…

 

“Carmen Luque ha aceptado tu solicitud de amistad”

 

¿Quieres conocer el relato de la otra protagonista de esta historia, Carmen? Puedes leerlo aquí.

 

Éste es el tercer capítulo, si te perdiste los dos anteriores puedes leerlos aquí y aquí

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