Reflexiones

De adioses y recuerdos

Todos los que hemos pasado tiempo en el pueblo de nuestros padres sabemos que el tiempo pasado allí ha sido un regalo de la vida.

Me ha tocado vivir esta semana la ruptura del último eslabón que me quedaba con aquel lugar. Mi adorada abuela, la que tantos veranos me cuidó, la que tantas veces me cocinó mis platos favoritos (por encima de lo sano y recomendable), la que me encubrió tantas veces diciéndoles a mis padres lo puntual que estaba siendo para volver de mis incursiones nocturnas, a la que tanto preocupé cuando no respetaba el descanso de rigor antes de comer para ir a la piscina o cuando mi pandilla comenzaba a estrenar sus primeras motos, nos ha dejado y me ha hecho volver a ese sitio por el que, ya sí que sí, no volveré a aparecer.

Mi abuela pasó el más duro de los inviernos y se fue en cuanto florecieron los almendros. Yo agradecí todos y cada uno de los peculiares ritos que se tienen en las zonas rurales para decir adiós a un fallecido, por permitirme despedirme a mí también no sólo de mi abuela sino de todo lo que viví gracias a ella.

Avanzando detrás del coche fúnebre camino de la iglesia, un inusitado sol de invierno me abrazó el alma fría. Rememoré vivencias en cada esquina por las que pasamos: la tienda donde comprábamos las Superpops y las Vales, la discoteca donde jugábamos a ser mayores, el banco donde terminábamos nuestros paseos en bici, el sabor de las uvas que daban las parras del patio de casa de mis bisabuelos, el stop que se saltaron unos amigos cuando tuvieron el accidente de moto, la cabina desde la que llamaba al chico que me gustaba, la heladería donde instalaron el primer ordenador conectado a internet, el bar en el que tantas monedas echamos para jugar a las máquinas y esquivar el frío en invierno, el estanco al que accedía con encargos de todos mis amigos, por ser yo la forastera…

Con el corazón encogido por la pena, me di cuenta de lo simbólico de aquel recorrido que me estaba llevando directa a mi adolescencia. Comprobé cuan intensas eran aún las emociones que me provocaban sus calles, y me sorprendí viéndome a mí misma en aquel lugar. Con doce años, llegando a casa de mis amigas en mi vieja Motoretta roja, que no tardé en cambiar por una moderna mountain bike negra y rosa. Con catorce, estrenando mis primeras botas de tacón. Con dieciséis, jugando a ser mayor a golpe de Malibú con piña. Con diecisiete, celebrando mi cumpleaños en aquella nave en desuso con sofás rescatados de la basura que se convirtió en nuestro centro de operaciones…

Aún puedo recordar nombres completos y direcciones de todos los que fueron mis amigos, gracias a que les mandaba cartas que hacían menos dura la espera hasta el siguiente fin de semana que pudiera ir. Porque mi pueblo estaba lo suficientemente cerca de mi ciudad como para ir también en invierno. Hubo temporadas que los fines de semana alternos que no acudía se me antojaban un castigo: siempre ocurría alguna novedad que me fastidiaba perderme. Pero me enorgullecía de estar más presente que aquellos que sólo podían acudir en agosto. Estaba entre dos aguas, no era del pueblo, pero tampoco uno de esos visitantes ocasionales.

En el pueblo germinó la semilla de mi amor por los animales y la naturaleza, aunque luego comprendí que no era oro todo lo que relucía y que había otras maneras de disfrutar del campo. También tuve allí mis primeros mejores amigos, esos de verdad, de los que era imposible que te la jugaran si les contabas tus más inconfesables secretos. Y mis primeras pasiones, desde las más inocentes a las más tórridas.

Y aunque fueron muchos los amores que viví en esas cuatro calles, no me faltaron las rupturas de corazón en el catálogo de vivencias. Ni las traiciones. Dejar de hablarse era un duro castigo cuando el grupo de amigos era tan pequeño.

Los chicos y chicas de mi edad que vivían en el pueblo no me entendían: para ellos no era novedosa esa libertad para estar en la calle, el descubrimiento de nuevos primos lejanos cada año, la sensación de plenitud al tener el campo a un paso de la puerta de casa.

Mi pueblo me regaló muchas primeras veces. Más tarde, con la mayoría de edad, cuando las luces nocturnas de Madrid brillaban más para mí que la cotidianeidad de las orquestas del pueblo, dejé de acudir. Sólo volvía para visitar a mi amada abuela, gracias a la cual supe quién se casó, quién tuvo hijos, quién heredó el negocio familiar y quién se marchó de aquel lugar.

Siempre supe que mis fechorías en aquel pueblo eran una etapa con un fin marcado en el calendario. Sentía que aquello no me iba a divertir siempre, y quizá por ello lo disfruté el doble. Cuando dejó de acudir a mí la necesidad de aparecer en aquel lugar, no hubo pena, ni remordimiento: había exprimido en él mis mejores años, pero ya no me podía aportar más.

Y en los obligados descansos para comer que tuve mientras velaba a mi abuela, lo que vi me dio la razón: el hermano mayor de una antigua amiga, por quien suspiraba de adolescente, sentado en el mismo sitio en la barra que hacía veinte años, la barra de aquel bar regentado por los padres de aquel primer novio que tuve y que tan mala vida me hubiera dado, que servían copas a chicas de poco más de dieciocho, aburridas de aburrirse, que celebraban que al menos era sábado y podían pintarse algo más de lo normal. Unos cuantos cazadores, varios jubilados, chascarrillos que olían a manido aunque los estaba escuchando por vez primera y yo feliz de haber escapado a aquel destino.

Definitivamente esa vida no hubiera sido para mí. Pero la vida que tengo ha sido la que ha sido gracias a aquellas cuatro calles en las que crecí y maduré. Y estos días de duelo en los que la negrura de la pena lo impregna todo, me consuela que los recuerdos de mi adolescencia me acompañen y arropen.

7 Comments

    • Un@detantos

      Estimada Carmen…,

      Mal de muchos consuelo de tontos. Y a mi me consuela leer experiencias tan parecidas a las mías.

      Somos muchos, pero muchos, en ese barco llamado Nostalgia. Un sentimiento inexplicable que te coge la boca del estómago y automáticamente tu mirada se pierda en el horizonte. Un sentimiento que se hace más fuerte con cada tic tac de un reloj…

      Las primeras veces de todo. Cada vez van quedando más lejos, ¿verdad?. Es tan bonito vivirlo, y es, tan placentero recordarlo… aunque dentro de ese placer está esa tristeza de saber que no volverá. Pero…. un pero muy importante, aunque cada vez es más dificil, aún hay muchas primeras veces por vivir, sólo tenemos que buscarlas.

      Gracias por compartir tu experiencia, de vez en cuando se necesita de esa droga llamada nostalgia…

      • Carmen Lerenda

        Cierto, pero siempre nos quedará el recuerdo, que de esa forma revivimos aquellas primeras veces… Gracias por tu precioso comentario!

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